lunes, 25 de abril de 2016

Cuento finalista en convocatoria de Editorial Dunken

Alas
 
La realidad me pasó por arriba.
Yo sabía poco de diseño de modas, pero me gustaba eso de dibujar ropa. La libertad del trabajo me encantaba porque, aprobado el diseño, la realidad era toda mía. Como correr a campo abierto sobre el pasto húmedo. Sólo la tela, yo y las imágenes que imprimía, mezclando colores de gotas de lluvia, pétalos de flores, hojas de otoño, mariposas, colibríes y lo que quisiera. Era una voluptuosidad burbujeante. Era extender las alas en el espacio infinito. Haber nacido para hacer lo que hacía. Siempre concentrada, casi no hablaba con mis colegas. No sospeché entonces, los nubarrones que vendrían.
La fábrica creció y contrataron una contadora, Yésica. Mujer joven, pelirroja, pulposa, ni gorda ni flaca, atrayente, con sus polleras cortitas, sus caderas ondulantes, unos ojazos negros que te recorrían por dentro y su sonrisa inocente.
 Por ser reservada, ella me eligió de confidente. Sólo hablaba conmigo. Me vi obligada a oir sus historias. Así supe que se veían con el jefe en secreto, primero en un hostal de la vuelta y luego en una casa alquilada. Ella, sin cuidarse, había quedado embarazada. Pero ellos no estaban preparados para esto. Ella enamorada, él divertido. Y se desencadenaron pequeñas grandes tormentas, en una abigarrada trenza de culpas, traiciones e ilusiones. El hombre llegaba a casa siempre tarde, ignorándola. No cenaba, se acostaba y se dormía. Ella empezó a desesperarse. Sufría las ausencias de él, cada vez mayores. Para colmo, por esos días nació el niño, pero muerto. Tuvo que tomar licencia para recuperarse y perdió contacto conmigo.
Él seguía viniendo al trabajo con normalidad, pero a veces se iba un poco antes con otra empleada, para mi sorpresa, aunque seguía con Yésica.
Yo la telefoneaba para saber cómo iban las cosas, pero sólo hallé silencio. Insistí con las llamadas pero, o nadie atendía, o atendía él y decía que ella estaba descansando. Esto se repitió por varios días y me puse como león enjaulado. Algo raro estaba pasando. Por esto, fui a la casa directamente, sin saber qué sucedería. Fue él, muy tieso, quien abrió la puerta. Le sorprendió mi llegada, pero no pudo dejarme afuera y me hizo pasar. Está en la pieza del fondo, dijo. No sé qué le pasa.
Yésica, echada en posición fetal sobre un camastro sucio, tenía los ojos cerrados y una baba pegajosa lamía su rostro y sus cabellos. Hurgué los trapos, para darle una mejor posición y descubrí espantada que no tenía control de esfínteres. Semejaba un pájaro con las alas rotas. Con veinticinco kilos menos. No sabiendo qué hacer resolví encarar al hombre, a riesgo de perder mi trabajo: ¿por qué está así?, pregunté, como un inquisidor con derecho a saberlo todo.
La fuerza de mi palabra lo tomó de sorpresa. Respondió que había tomado varios frascos de pastillas, no sabía de qué.  ¿Y Ud. no ha llamado un médico? ¿Cuántos días lleva así? ¿Quiere verla muerta, o qué?
El hombre trató de hablar con ella, que en un esfuerzo desesperado, quiso pararse y cayó redonda al piso, mientras gritaba: ¡no quiero verte más, animal infiel!
Yo estaba desquiciada, por lo sucedido. Después de levantarla dije al hombre, con toda la autoridad de la desesperación: ella no puede hablarle, ha destruido su ilusión; váyase de la casa; yo me haré cargo; me mudaré aquí para que Ud. no vuelva; lo tendré al tanto.
No podía creer lo que estaba haciendo: llamé un cerrajero y cambié las llaves de la casa.
Mansamente él se fue y yo me mudé con Yésica. La atendí hasta que pudo recobrarse.  Pero ella no era la misma, aún decía incoherencias; empezó a comer un poco, pero era un esqueleto con piel. A veces me miraba con recelo, sin reconocerme.
Pasado un mes, ella mejoró y yo regresé a mi hogar. Días después, titubeante, me llamó por teléfono. Quería avisarme que le había dado a él, las nuevas llaves de la casa. No te enojes, dijo, yo lo quiero y creo que él también.
¡Revelación de pesadilla! Volví sobre mis telas que me decían que “sólo una cosa no hay, es el olvido” (J.L.B.). Rezumando experiencia de locura, dolor y  traición, mis alas no estaban rotas, pero no eran las de antes. No eran más pesadas, sólo distintas.

 

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